Si al menos sueñas con hacerlo.


Carta a María por

Arturo Pérez-Reverte


Tienes catorce años y preguntas cosas para
las que no tengo respuesta. Entre otras razones,
porque nunca hay respuestas para todo.
Y además, he pasado la vida echando la pota
mientras oía a demasiados apóstoles de vía estrecha,
visionarios y sinvergüenzas que decían tener
la verdad sentada en el hombro. Yo sólo puedo
escribirte que no hay varitas mágicas, ni ábrete
sésamos. Esos son cuentos chinos. De lo que sí
estoy seguro es de que no hay mejor vacuna que el
conocimiento. Me refiero a la cultura, en el sentido
amplio y generoso del término: no soluciona casi
nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer
en el embrutecimiento, o en la resignación. Con
ello quiero sugerirte que leas, que viajes, y que
mires.
Fíjate bien. Eres el último eslabón de una
cadena maravillosa que tiene diez mil años de historia;
de una cultura originalmente mediterránea
que arranca de la Biblia, Egipto y la Grecia clásica,
que luego se hace romana y fertiliza al occidente
que hoy llamamos Europa. Una cultura que se
mezcla con otras a medida que se extiende, que se
impregna de Islam hasta florecer en la latinidad
cristiana medieval y el Renacimiento, y luego viaja
a América en naves españolas para retornar enriquecida
por ese nuevo y vigoroso mestizaje,
antes de volverse Ilustración, o fiesta de las ideas,
y ochocentismo de revoluciones y esperanzas. O
sea, que no naciste ayer.
Para conocerte, para comprender, lee al
menos lo básico. Estudia la Mitología, y también a
Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo
que sentó las bases políticas e intelectuales de
éste. Conoce al menos el alfabeto griego y un vocabulario
básico. Estudia latín si puedes, aunque
sólo sea un año o dos, para tener la base, la madre,
del universo en que te mueves. Da igual que te
gusten las ciencias: ten presente —como siempre
recuerda Pepe Perona, mi amigo el maestro de
Gramática—, que Newton escribió en latín sus
Principia Mathematica, y que hasta Descartes toda
la ciencia europea se escribió en esa lengua.
Debes hablar inglés y francés por lo menos, chapurrear
un poco de italiano, y que el estudio del
gallego, del euskera, del catalán, que tal vez sean
tus hermosas y necesarias lenguas maternas, no te
impida nunca dominar a la perfección ese eficaz y
bellísimo instrumento al que aquí llamamos castellano
y en todo el mundo, América incluida,
conocen como español. Para ello, lee como mínimo
a Quevedo y a Cervantes, échale un vistazo al
teatro y la poesía del siglo de Oro, conoce a Moratín,
que era madrileño, a Galdós, que era canario,
a Valle—Inclán, que era gallego, a Pío Baroja, que
era vasco. Rastrea sus textos y encontrarás
etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas
además de las clásicas y semíticas. Con
algunos de ellos también aprenderás fácilmente
Historia, y eso te llevará a Polibio, Herodoto, Suetonio,
Tácito, Muntaner, Moncada, Bernal Díaz del
Castillo, Gibbon, Menéndez Pidal, ElIiot, Fernández
Álvarez, Kamen y a tantos otros. Ponlos a todos en
buena compañía con Dante, Shakespeare, Voltaire,
Dickens, Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Melville,
Mann. No olvides el Nuevo Testamento, y recuerda
que en el principio fue la Biblia, y que toda la
historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino
notas a pie de página a las obras de Platón y
Aristóteles.
Viaja, y hazlo con esos libros en la intención, en la
memoria y en la mochila. Verás qué pocos fanatismos
e ignorancias de pueblo y cabra de
campanario sobreviven a una visita paciente a El
Escorial, a una mañana en el museo del Prado, a
un paseo por los barrios viejos de Sevilla, a una
cerveza bajo el acueducto de Segovia. Llégate a la
Costa de la Muerte y mira morir el sol como lo
veían los antiguos celtas del Finis Terrae. Tapea en
el casco viejo de San Sebastián mientras consideras
la posibilidad de que parte del castellano
pudo nacer del intento vasco por hablar latín.
Observa desde las ruinas romanas de Tarragona el
mar por el que vinieron las legiones y los dioses,
intuye en Extremadura por qué sus hombres se
fueron a conquistar América, sigue al Cid desde la
catedral de Burgos a las murallas de Valencia, a
los moriscos y sefardíes en su triste y dilatado
exilio. En Granada, Córdoba, Melilla, convéncete
de que el moro de la patera nunca será extranjero
para ti. Y sitúa todo eso en un marco general, que
también es tuyo, visitando el Coliseo de Roma, la
catedral de Estrasburgo, Lisboa, el Vaticano, el
monte San Michel. Tómate un café en Viena y en
París, mira los museos de Londres, descubre una
etimología almogávar en el bazar de Estambul o
una palabra hispana en un restaurante de Nueva
York, lee a Borges en la Recoleta de Buenos Aires,
sube a las pirámides de Egipto y a las mejicanas
de Teotihuacán. Si haces todo eso —o al menos
sueñas con hacerlo—, conocerás la única patria
que de verdad vale la pena.

Palabras que no valen nada.

Cuando estamos en lo más alto es cuando mas fácil y rápido podemos llegar a lo más bajo.
Casi tocas la felicidad con la punta de los dedos, tus sentidos se vuelven locos con tan sólo pensar lo bien que se está tan arriba, lo fáciles que se vuelven las cosas difíciles...
Sin embargo, cuando aun estás cortando en pequeños trozos los complejos, los llantos y todo lo que te ha atormentado tantos días, para comértelos de uno en uno y procurando no atragantarte, alguien, la más insignificante de las personas viene y toca tu punto mas débil, el único que aun no ha cicatrizado, y te derrumbas ladera abajo dejando las sonrisas en lo mas alto de la cima. Gimoteas un poco durante el descenso, no demasiado, no vaya a ser que alguien se de cuenta de cuánto te duele que se sigan metiendo con tu físico, que aun sigues llorando cuando te enfrentas al espejo.  Es cuando llegas abajo, al pozo de sabanas y almohada demasiado blanda y empapada en el que te refugias cada vez que el mundo te gana otra partida, donde lloras hasta que la nariz se te llena de mocos que hacen que te ahogues mientras aprietas la cabeza contra la almohada para dejar sin voz al llanto, donde te dices a ti misma sin creértelo, que tal como eres, eres igual de bonita que cualquier otra.
Mientras te enjuagas los ojos con las lágrimas que aun te quedan te das cuenta de todo el camino que has recorrido para llegar a lo que hoy eres. Todo lo que has llorado, soportado, perdido. Nada de eso vale, nada de eso es suficiente para cubrir la herida que en cualquier momento, cualquier persona, incluso una vieja cascarrabias de la que no deberían importarte ninguna de sus palabras, puede volver a abrir.